Angel Gonzalez
A los dieciséis años, mirando una vieja cámara fotográfica que mi padre no usaba, me pregunté si yo sería capaz de dominar esa alquimia y conseguir algo parecido a aquellas obras de arte que habían pasado por mis ojos a través de libros y revistas.
Balcones poblados de geranios, señoras mayores sentadas en sus sillas de enea tomando el fresco, gatos somnolientos que, desde su atalaya en algún tejado, me miraban indiferentes o simplemente un árbol seco que, dependiendo de mi propio ánimo, podía inspirarme contradictorios sentimientos de tristeza o felicidad, se convirtieron en presas delante de mi objetivo.
Muy poco después, la vida puso en mi camino al que para mí siempre será mi maestro, un gran fotógrafo y mejor persona que con gran dedicación y generosidad, me enseñó todo lo que sabía sobre luces, sombras, colores y contraste.
Aún así, ansioso por seguir aprendiendo, me inscribí en un curso que se ofrecía a través del ayuntamiento. Por motivos que desconozco, al segundo día de clase, nos quedamos sin profesor, e inesperadamente la coordinadora me preguntó ¿te atreves a impartirlo tú? Y con la valentía y la arrogancia que nos da la falta de años cumplidos, dije que sí.
Con gran sorpresa y alegría para mí, antes de terminar el curso, vinieron varios periódicos a ofrecerme trabajo. Cobrando poco y trabajando mucho, durante varios años estuve haciendo fotos por cualquier lugar al que ellos me enviaran.
Algo más adelante, quizá ya con diecinueve años, un amigo me enseñó fotografías astronómicas, fue cuando me empezó a apasionar ese fascinante mundo.
Fueron muchas las horas que pasamos arropados por aquella inmensa bóveda celeste, que cada noche nos enseñaba algo nuevo y nos abrazaba con una infinita serenidad mucho más gratificante que el sueño.
Aquellos dos artefactos de mediados del siglo pasado, me permitieron hacer mi primera fotografía de la luna. Lo que ha venido después es lo que quiero mostrar en esta página.